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Bahamontes, el ciclista del hambre

Federico Martín Bahamontes (bautizado Alejandro en la iglesia de Toledo) pasó hambre en los primeros años de su vida. Por eso no tenía problema en ir de Toledo a Asturias en bici para competir, parar en un campo, robar melones y escapar si le veía el hortelano. Seguía pasando hambre en aquella España cincuentera de posguerra. Era su anécdota recurrente, te la contaba cada vez que le ponías un micrófono delante. Igual que aquella parada en la cima del Col de Romeyère en pleno Tour de Francia a comer un helado. Siempre dijo que no fue por soberbia, sino porque cuatro radios rotos le impedían bajar el puerto con seguridad.


Porque el Bahamontes que casi todos conocimos era la figura entrañable de un abuelo que contaba como eran sus tiempos épicos de ciclismo. Que no tenía ningún problema en soltar titulares de esos que era complicado contrastar con otros testimonios porque los de su generación habían desaparecido hace años. Bahamontes siempre fue un superviviente. A las enfermedades y al hambre de un niño nacido en una familia pobre, que comía lo que encontraba y que utilizaba la bici para buscarse un sustento. El estraperlo era el mercado negro de la época de las cartillas de racionamiento, en las que el Estado te decía lo que debías comer. Una bicicleta el medio para saltarse las normas y llevar de un lado para otro alimentos o tabaco para venderlo al mejor postor.

 

EL HELADO Y LA MONTAÑA

Dando pedales por aquella España atrasada se hizo un hueco en la selección nacional para ir al Tour de 1954. El primer día en Amsterdam acabó entre los 10 últimos a más de nueve minutos del ganador. Era un ciclismo diferente, en el que un escalador podía perder minutadas en el llano y luego se veía obligado a arrancar de salida en las etapas de Pirineos y Alpes para remontar tiempo. Pero en ese 54 a Fede no le importaba la lucha por ganar el Tour, sino el maillot de la montaña. Un premio menor ahora, pero que entonces aseguraba la presencia en decenas de Criteriums post Tour, mejor pagados incluso que la carrera francesa. Bahamontes solo se preocupó de puntuar en la etapa 12 de Pirineos, con Aubisque, Tourmalet, Aspin y Peyresourde y perder el sprint de meta con el francés Bauvin.

En Alpes el objetivo de la nueva sensación en la montaña para el Tour seguía siendo el mismo. Sumar. Y llegamos a la etapa 17ª, con final en Grenoble y paso por el ya famoso Col de Romeyère. Escapada de salida, Bahamontes siempre en cabeza, puntos de la montaña asegurados en la cima, rueda trasera rota, los favoritos para ganar el Tour a más de dos minutos y parada a esperar al coche del seleccionador, Berrendero, para que reparar la avería. Mientras tantos, dos bolas de helado de vainilla. Llegó a meta a más de 10 minutos del ganador de la etapa. Daba igual. La prensa francesa le acusó de soberbio y prepotente y Bahamontes respondió escapándose al día siguiente por Croix de Feir y Galibier para asegurarse el liderato de la montaña y convertirse en un mito en su primer Tour de Francia.

Después ganaría cinco maillots de la montaña más. Tenía el récord con seis hasta que se lo quitó Virenque a principios de este siglo. No le gustó. Dijo que el francés no había sido un escalador de leyenda como él. Que nunca había ganado el Tour y que ahora se corría de una manera menos épica. Y es que Bahamontes siempre se consideró el mejor escalador de la historia y quizás lo era de verdad. Lo suyo fue casi un milagro. Sin medios, del país más pobre de aquella Europa y ante rivales con medios económicos y técnicos siempre superiores.

EL TOUR

Tal era la obsesión de Bahamontes por el maillot de la montaña que no empezó a sumar etapas hasta el 58, la edición que se llevó su escalador rival, Charly Gaul. Ese año venció en Bagneres de Luchón, después de Tourmalet, Aspin y Peyresourde y en Briancon, tras subir Izoard. Solo cedió 30 segundos con Gaul en la cronoescalada al Mont Ventoux. Fue el mejor escalador de aquel 58, pero en la etapa 21, en medio de la tormenta de agua y granizo camino de Aix les Bains, se dejó más de media hora con el luxemburgués. Tres días después un escalador como él, Charly Gaul, ganaba el Tour en París. Fede acabó octavo, pero con la mosca detrás de la oreja. El también podía enfrentarse a los Geminiani, Bobet, Anquetil y compañía.

La vuelta se la dio Coppi, otro escalador de leyenda, ya retirado. Se fue con Bahamontes a cazar a Toledo y le convenció de que el Tour podía ser suyo. Solo tenía que dejar de ser Fede por unos días, centrarse en no perder mucho tiempo en el llano, mejorar en la contrarreloj y dar rienda suelta a su calidad en la alta montaña. Bahamontes, que no era amigo de hacer caso a nadie que no fuese él mismo, se dejó llevar. Fichó por el Tricofilina-Coppi, aunque el Tour todavía se corría por selecciones nacionales. Pasó los Pirineos sin atacar demasiado, se puso líder virtual con una cronoescalada primorosa en el Puy de Dome. En los Alpes fue segundo en Grenoble y cuarto en Annecy. Le dio para llevarse el maillot de la montaña y llegar a la última crono, de 70 kilómetros en Dijon, con ventaja suficiente para perder más de cinco minutos con respecto a Anglade y Anquetil, sus compañeros de podio en aquel Tour del 59.

Bahamontes siempre se jactó de que a su retorno a Toledo le recibieron más personas que a Franco y al Papa juntos. Y de que en su rivalidad con Loroño, que era vasco, La Vuelta, entonces organizada por el Diario Vasco, siempre se posicionó contra él y jamás le dejó ganar ninguna edición. En venganza, Bahamontes vetaba a Loroño cada vez que podía en la selección para el Tour de Francia. No le faltó personalidad para denunciar aquello que no le cuadraba. En una entrevista me contó que en aquel Tour de 1964 en el que Anquetil perdía más de dos minutos con los favoritos en Envalira en la salida de la 14ª etapa desde Andorra solo fue capaz de remontarlos y coger a los favoritos gracias a que un coche de la organización le llevó junto a ellos. También que él era el único de aquella generación, Anquetil, Charly Gaul, Anglade, Riviere, Loroño… que aguantaba con vida pasados los 80 porque era el único que jamás había necesitado estimulantes para correr.

EL TOUR

Tal era la obsesión de Bahamontes por el maillot de la montaña que no empezó a sumar etapas hasta el 58, la edición que se llevó su escalador rival, Charly Gaul. Ese año venció en Bagneres de Luchón, después de Tourmalet, Aspin y Peyresourde y en Briancon, tras subir Izoard. Solo cedió 30 segundos con Gaul en la cronoescalada al Mont Ventoux. Fue el mejor escalador de aquel 58, pero en la etapa 21, en medio de la tormenta de agua y granizo camino de Aix les Bains, se dejó más de media hora con el luxemburgués. Tres días después un escalador como él, Charly Gaul, ganaba el Tour en París. Fede acabó octavo, pero con la mosca detrás de la oreja. El también podía enfrentarse a los Geminiani, Bobet, Anquetil y compañía.

LA VUELTA A TOLEDO

Bahamontes fue único hasta para colgar la bicicleta. En aquel Tour del 64 había sido tercero tras Anquetil y Poulidor, pero en el 65, ya con 37 años, una edad impropia para correr en aquellos años, las cosas no le iban demasiado bien. En Bagneres de Bigorre, primera etapa de montaña, había acabado penúltimo a más de media hora de Julio Jiménez. Al día siguiente, entre Bagneres de Bigorre y Ax les Thermes arrancó de salida, se escondió detrás de un muro y el pelotón se pasó media etapa persiguiendo a un Bahamontes que se había subido al coche. No quería llegar a Barcelona, final de la etapa del día posterior, siendo un perdedor.

Poco más corrió aquel año. La París Luxemburgo, la subida al Naranco y se despidió en la Escalada a Montjuich en el mes de octubre. Dejó la bici aparcada y nunca más la volvió a coger para entrenar. Asceta con la comida, jamás ganó peso. Se dedicó a montar equipos ciclistas (La Casera), a gestionar una tienda en la plaza de Zocodover toledana, que era el punto de peregrinaje de sus más fieles y a organizar La Vuelta a Toledo durante 50 años, desde 1966 a 2016. Y siempre a su estilo, con más de 80 años y en la era de internet gestionaba toda la Vuelta a Toledo con una máquina de escribir y un teléfono fijo. Conseguía patrocinadores y el apoyo de los Ayuntamiento, se ponía la gorra de capitán de barco, colocaba las vallas de meta, conducía el coche (sí, con más de 80 años) de director de carrera, repartía los premios en el podio y hasta echaba la bronca a los ciclista que veía bebiendo Coca-Cola. Era el Bahamontes único e irrepetible, que se empeñó en llegar a las 50 ediciones antes de colgar el bastón de mando. Cuando algo se le metía en la cabeza….

El primer ídolo del deporte del Franquismo transcendió nuestra fronteras. En España nunca tuvo demasiados homenajes, tampoco era fácil convencerle. Solo hace poco más de un lustro tuvo su estatua en la cuesta de las Armas de Toledo. Subiendo a Zocodover, donde solía poner la meta de La Vuelta a Toledo. Tuvo en los noventa una marcha cicloturista con su nombre en Ermua, territorio de su rival Loroño, y organizada por la casa de Castilla-La Mancha. En Flandes, la región de Europa que más ama el ciclismo, crearon una revista con su nombre. Bahamontes. Pidió derechos de autor, claro. No se los pudieron negar. Y todo en una tierra de adoquines y muros cortos, con aficionados que aman el Tour de Flandes y la París Roubaix, pero eligieron el nombre del ciclista más singular para hacer una revista única.

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